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El editorial del domingo en La Gaceta de Canarias: “Canarias merece claridad en la relación con Marruecos”

La reciente cumbre entre los gobiernos de España y Marruecos ha vuelto a poner sobre la mesa un problema que Canarias lleva décadas señalando con paciencia, argumentos y sentido de Estado: nuestro archipiélago no puede permanecer al margen cuando Madrid y Rabat abordan asuntos que afectan de manera directa a nuestro territorio, a nuestra economía y a nuestro futuro estratégico. No es una cuestión de cortesía institucional, sino de pura responsabilidad e inteligencia democrática. Y esta vez, y tampoco es a primera vez, el Gobierno de Canarias ha sido excluido, informado a posteriori y tratado como un convidado de piedra ante un encuentro que, según reconocieron fuentes marroquíes, iba a tocar materias de enorme trascendencia para las Islas.

La primera de ellas, y la más importante de cara al futuro, era la delimitación de la mediana marítima entre la costa atlántica de Marruecos y Canarias. Estamos ante un asunto tan estratégico por motivos diversos (geopolíticos, de recursos económicos por explorar, de soberanía) que no admite improvisaciones ni gestos unilaterales, porque su fijación está regulada con precisión por el Derecho Internacional y no puede depender de interpretaciones creativas o de lecturas interesadas a beneficio de una de las partes. Ceñirse al marco jurídico es la única garantía de equidad posible en un espacio oceánico donde confluyen intereses económicos, rutas estratégicas y recursos naturales que exigirán, tarde o temprano, una gobernanza transparente.

Lo que no puede ocurrir –y, sin embargo, vuelve a ocurrir– es que Canarias quede al margen de un proceso en el que se dirimen elementos esenciales de su proyección atlántica. La geografía nos concede una realidad tan tozuda como evidente: Marruecos es nuestro vecino, el vecino que nos marcan el mapa y la historia. No podemos elegirlo, pero sí podemos decidir cómo gestionar esa relación. Y para gestionarla bien, España y, en este caso, su actual Gobierno debe entender que la primera línea de diálogo, información y corresponsabilidad debe incluir siempre a Canarias, sin excepciones ni excusas de muy escaso fuste diplomático.

Resulta significativo que haya sido el propio Gobierno marroquí quien, en los días previos a la cumbre, alimentara la expectativa de que se abordarían estas cuestiones sensibles. Si en Rabat se daba por hecho que habría conversaciones sobre la mediana, sobre cooperación marítima o sobre las implicaciones del yacimiento de telurio en aguas próximas al Archipiélago, entonces no es razonable que en Madrid se asumiera que bastaba con una llamada telefónica del ministro de Exteriores al presidente de Canarias, producida además tras la cita, para explicar los acuerdos alcanzados. La relación entre España y Canarias no puede ser vertical ni periférica: es constitucional y estructural. Y si la política exterior del Estado afecta de manera singular a una comunidad autónoma, el Gobierno central tiene la obligación, no la opción, de mantenerla informada e integrarla en sus mecanismos de coordinación.

Esa ausencia resulta todavía más grave cuando se observan algunos mensajes difundidos en medios oficiales marroquíes, que planteaban una suerte de intercambio diplomático según el cual España debía asumir la aún dudosa marroquinidad del Sáhara Occidental a cambio del reconocimiento de la españolidad de Canarias. Esta es una idea tan absurda como peligrosa, y no resiste el menor análisis político, jurídico o histórico. El estatus político de Canarias no es objeto de negociación posible: el Archipiélago es tan territorio español y europeo como cualquier provincia de la Península Ibérica. No necesita que Marruecos lo reconozca, porque su condición no es opinable ni intercambiable.

Y, sin embargo, el simple hecho de que ese mensaje haya circulado demuestra hasta qué punto es fundamental que España mantenga una voz coherente, firme y bien articulada cuando se trata de gestionar la relación con un vecino complejo, que combina cooperación económica con ambiciones geopolíticas que no siempre se ajustan a la estabilidad regional. En este contexto, la democracia española no puede permitirse el lujo de dejar a Canarias en la sombra informativa ni de actuar como si los asuntos del Atlántico fueran marginales. Para Canarias, el Atlántico es su hogar; para España, es una frontera crucial que requiere atención.

Por eso es necesario recuperar y reforzar las reglas de buena vecindad que deben guiar las relaciones entre territorios próximos: respeto, equidad, cooperación y un principio innegociable de cero concesiones ante cualquier tentación expansionista. La estabilidad del noroeste africano y la seguridad del Atlántico central dependen en gran parte de que esos principios se mantengan intactos y se practiquen con coherencia. Cuando una de las partes intenta estirarlos, reinterpretarlos o someterlos a intereses coyunturales, lo que se erosiona no es solo la confianza entre países, sino la credibilidad del Derecho Internacional.

El Gobierno de Canarias ha hecho bien en reclamar su espacio y en advertir, con serenidad, pero con firmeza, que tomará nota de este nuevo episodio de exclusión. Esas fueron las palabras del presidente autonómico, Fernando Clavijo, sin estridencias (que en este caso son innecesarias) pero con firmeza y claridad. No lo hizo para abrir un conflicto institucional, sino para recordar que la lealtad es un camino de doble dirección. Madrid necesita a Canarias para articular una política atlántica sólida, informada y respetuosa con el marco legal internacional. Y Canarias necesita que Madrid actúe con transparencia y diligencia, sin tratar los asuntos estratégicos del Archipiélago como un apéndice de última hora. La relación con Marruecos exige inteligencia diplomática, claridad de objetivos y absoluta cohesión interna. Y esa cohesión solo es posible cuando todas las partes implicadas participan, conocen los pasos que se dan y pueden presentar una posición común.

España no puede permitirse frivolidades en la relación con Marruecos. Y Canarias, mucho menos. Porque en el Atlántico, como en la vida, la buena vecindad empieza siempre por casa.